Había tenido la oportunidad de viajar a Latinoamérica anteriormente, participando en un programa de voluntariado con la Universidad de Salamanca, lo cual despertó en mí muchas preguntas, sobre todo pensando si sería similar o completamente diferente lo que iba a vivir esta vez en Bolivia. Decidí no hacerme demasiadas expectativas y dejar que la experiencia me sorprendiera, permitiendo que el camino se andara solo a medida que conociera a nuevas personas y entornos.
El 21 de agosto de 2024 aterricé en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en un barrio conocido como el Plan 3000. Esa misma noche, conocí a la familia que me acogería durante toda mi estancia. Santa Cruz de la Sierra, una ciudad que me parece inmensa en comparación con mi lugar de origen, me recibió con un calor sofocante y muchos mosquitos. Y también lo hizo con la calidez y la amabilidad que ya recordaba haber vivido antes en esta parte del mundo.
Mi estancia en Hombres Nuevos se centra en acompañar a personas mayores en un Centro de Día. Desde el primer día, el coordinador del centro me dio la bienvenida y me mostró todas las instalaciones. También tuve la oportunidad de conocer a los adultos mayores que pasan allí sus mañanas y parte del mediodía. Mi primera impresión fue muy positiva, sus miradas reflejaban una gran cantidad de historias y un deseo sincero de compartirlas. Cada uno de ellos proviene de lugares diferentes y tiene una historia valiosa, lo que despertó en mí una curiosidad profunda, que ellos también compartieron. Por eso, desde el primer día comenzamos a intercambiar nuestras historias.
Desde el principio, me he sentido muy acogida, tanto en el Centro de Día como en otros espacios de Hombres Nuevos. La vida aquí, por ahora, es tranquila y me permite detenerme a entender y a escuchar, que creo que es la única expectativa que se puede tener.
El Centro de Día es un lugar de encuentro donde no solo se comparte la compañía, sino también las conversaciones y las historias de vida de cada uno. María Galindo, activista boliviana, dice que “las calles de Bolivia son un patio común compartido que han creado las mujeres que trabajan en ellas”. El Centro de Día es un poco así también: un espacio donde todos aportan algo, ya sea tiempo, experiencias, una voz o ternura.
Desde que comencé mi voluntariado aquí, he tenido la oportunidad de trabajar con un grupo de personas que tienen mucho interés por la costura, la creatividad y hacer cosas juntas. Así que hace poco decidimos aprovechar esta habilidad para iniciar una nueva actividad: confeccionar carteras a mano.
La idea surgió un día en el que las usuarias me mostraron, con mucho orgullo, las cortinas y los manteles que habían hecho con retales de tela. El centro es casi tan colorido como Bolivia gracias a estas creaciones, y ahora las carteras que confeccionemos también reflejarán una parte de la comunidad que han creado en el centro. Las carteras son sencillas, pero todos han aportado y se han ayudado unos a otros para poder hacerlas. El plan es vender las carteras para conseguir fondos y así organizar algún paseo al cine, alguna excursión o traer a alguien para que toque música porque lo que más les gusta hacer es bailar.
Además de trabajar en la confección de carteras, también estoy colaborando con la orquesta de la fundación, realizando fichas sociales de las familias para que puedan tener toda la información necesaria sobre ellas, lo que me permite acercarme más a la gente de aquí.
En los fines de semana, he aprovechado la oportunidad para explorar más a fondo el resto del país y salir un poco de Santa Cruz. Cada lugar tiene su propio encanto, características únicas, y paisajes muy diferentes, lo que hace que tenga muchas ganas de seguir conociendo Bolivia.
Recordaré Bolivia en femenino, como una mujer; bueno, en este caso, muchas. El Centro de Día se convirtió en un refugio donde mi principal labor fue escuchar y aprender, nunca de lecciones, sino de experiencias. De todo aquello que no se escribe pero se habla. Que ha guiado a generaciones y, de alguna manera, sirve de manual intangible sobre cómo saber vivir. Un conocimiento tan abstracto que nos ha protegido y ha sido una prueba fundamental de que aun cuando no existíamos ni para los ojos de la ciencia, el compartir se hizo literatura, medicina y arte. El compartir siempre ha sido la prueba más irrefutable de que las mujeres han estado ahí las unas para las otras.
“La vida es bonita cuando una sabe compartir” dijo María una mañana que, se hubiera perdido en otra de las muchas mañanas que he pasado con ella, sino hubiera sido por que esa frase me despertó.
Comprendí que desde que empecé el voluntariado aquí, compartir es todo lo que he hecho. Pero de alguna manera no me siento vacía ni con menos cosas para mí misma, porque cuando lo hacía, me llenaban de nuevo con su veteranía en la vida.
Muchas me contaban sobre sus experiencias en el amor y como el machismo actuaba como una tercera pata en las relaciones. Cómo el ser mujer las ha definido y controlado en todas las labores que han hecho. “Por la cultura machista, mi madre siempre prefirió a sus hijos varones para que estudien” decía Bea “Las mujeres actuamos más con la ternura, por ello me tuve que quedar con mi madre” terminaba.
Siempre sabían terminar cada conversación con ese caramelo que te impedía quedarte con mal sabor de boca. Endulzaban cada experiencia para recordar que las experiencias no son solo los infinitos eventos que nos pasan, sino el cómo reaccionamos ante ellos, y de ellas sin duda, la resiliencia tendría envidia.
Desde que llegué he conocido Bolivia de otra forma. He tenido la gran oportunidad de viajar y conocerlo de otra manera. Tal y como es imposible conocer a una persona haciéndole siempre las mismas preguntas; un país se conoce solo si recorres esas calles que no están desgastadas por las infinitas pisadas. Si te adentras en bares o restaurantes donde solo encuentras gente local y comes todo aquello que te recomiendan con una sonrisa.
Me di de bruces con un país que era tan diverso como grande. Casi infinito. Muchos días siento que aun habiendo estado dos meses compartiendo mi tiempo con él, no sería capaz de conocerlo ni en años. Descubrí la zona del altiplano que distaba mucho de la zona del trópico. Las tradiciones y bailes se amoldaban a la diferencia de cada zona y cambiaban radicalmente dependiendo del suelo que estuvieras pisando.
Aunque también viajé mucho con Virginia (pero esta vez no nos hacía falta movernos de la silla). Me contó mucho sobre su tierra: el salar de Uyuni. Sobre las plantaciones de quinoa y sus aventuras como agricultura y ganadera.
“Ahora estamos muy apenadas con los incendios” compartían, sobre todo Lucy que, desbordada de ira, cargaba contra todos aquellos que dan la espalda al Amazonas y dejan que uno de los pulmones principales de la tierra se convierta en ceniza.
Para terminar cerrando el círculo con el comienzo. Quiero dar las gracias a todas mis compañeras por recibir mi cariño, abrazarlo y devolvérmelo sin duda. Nunca dejé mi casa porque vosotras me hicisteis sentir tan cómoda que los días pasaban y la añoranza se hacía más digerible. Pero sobre todo, gracias por compartir esta experiencia conmigo. Es lo que me llevo de todas.